Había una vez una niña muy bonita llamada Lua. Lua vivía en un lugar que se llamaba el país de las flores.
Había flores por tooodos lados. Petunias, rosas, claveles, azucenas, lirios, lotos… Fueses donde fueses estaba lleno de hermosas y frescas flores de todos los colores y formas que una se pueda imaginar. En el autobús, en el colegio, en la calle, en las plazas, el supermercado, la farmacia ¡y hasta en la panadería! 
Cada persona que vivía en el país de las flores tenía su propia flor a la cual tenían mucho cariño. Esta flor nacía con ellos y la cuidaban durante toda su vida. La regaban, la ponían al Sol, la protegían del viento y las tormentas y en invierno si hacía mucho frío la ponían dentro para que no se congelara. Si no la cuidaban bien o se olvidaban de ella, la flor enfermaba y ellos también. Cada día, cuando las personas del país de las flores miraban a su flor, respiraban y sonreían. Se sentían frescos y hermosos y durante el día su frescura y alegría salía de su cuerpo en toooodas direcciones, tocando a las demás personas y contagiándolas de alegría.
Un día una amiga de Lua, Cristina, le dijo que su flor estaba enferma y no sabía por qué. Y desde que su flor estaba enferma, ella tampoco se encontraba bien. Después del colegio, Lua fue a casa de Cristina y efectivamente, su flor parecía triste, con las hojas secas y los pétalos caídos. ¿La has regado y puesto al Sol? Le preguntó Lua a Cristina. No… la verdad es que no he tenido mucho tiempo. Mm… ¿Y la has protegido del viento? No, tampoco… Dijo Cristina. ¿Y cuándo hacía frío la pusiste dentro de casa? No. ¿Y le has cantado canciones para que estuviese contenta? No, la verdad es que hace días que no.

  • Oh! Dijo Lua, y ¿qué ha pasado?
  • Pues que he estado cuidando la flor de mi hermano y no he tenido tiempo de cuidar la mía – contestó Cristina bajando la cabeza.
  • Anda, mm… vamos a ver a la sabia del bosque. ¡Seguro que ella sabe qué hacer! – exclamó Lua.
    Lua y Cristina caminaron largo rato por el bosque hasta que llegaron a la casita de madera donde vivía la sabia del pueblo. En la entrada un gatito dormía enroscado sobre sí mismo. Había un manzano lleno de manzanas rojas preciosas junto a la puerta y un timbre en forma de campana. Llamaron al timbre y la puerta se abrió.  Al otro lado, una ancianita vestida de azul turquesa con pendientes dorados en forma de caracol les sonreía. Entrad queridas, acabo de hacer té y bizcocho de manzana. Las niñas entraron atraídas por el olor de las manzanas al horno. Se sentaron las tres junto a la ventana a disfrutar el pastel y el té de manzanilla y moras sobre unos taburetes de madera.
    Lua y Cristina le explicaron la situación y le preguntaron si las podía ayudar. La ancianita cerró los ojos y se quedó un buen rato sintiendo la pregunta en su cuerpo y meditando la respuesta en su corazón. Tras un rato en silencio, la anciana les dijo:
  • A veces, queremos ayudar a los demás y ocuparnos de su flor. Pero nadie puede ocuparse de la flor de otra persona, si se olvida de la suya propia. Si nos olvidamos de cuidar nuestra propia flor y nos ponemos a cuidar la del otro o queremos que la flor de la otra persona nos dé alegría, nos pondremos tristes y nuestra flor también.
    Tenemos que asegurarnos de que nuestra flor esté siempre bien cuidada. Mirar que necesita y dárselo. Un poco de luz, agua fresca, calorcito… Si otra persona no está bien y su flor tampoco, podemos escucharla y ayudarla a cuidar su propia flor, pero siempre y cuando nuestra flor esté bien primero. Nuestra propia flor es lo más importante que tenemos. Si la cuidamos bien podremos ayudar a los demás.
    Lua y Cristina se fueron muy contentas y volvieron a casa. Al llegar, Cristina se encargó de su flor y le explicó a su hermano con mucho cariño como cuidar de la suya. Esa noche Lua mientras le cantaba a su flor, pensó en la suerte que tenía de tener una flor tan hermosa y sonriendo se durmió. 

Eva Dallarés Villar, Sangha Wake Up (Barcelona)